Consumo Responsable

Consumo y ciudadanía

En las sociedades occidentales contemporáneas las prácticas de consumo ocupan el eje fundamental del proceso de articulación entre la producción y la reproducción social. Sin embargo, el consumo ha tenido, paradójicamente, un lugar relativamente periférico (por pasivo y sobredeterminado) en la discusión política contemporánea. Por ello, en todo proyecto de análisis e intervención social es […]

14 January 2008

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En las sociedades occidentales contemporáneas las prácticas de consumo ocupan el eje fundamental del proceso de articulación entre la producción y la reproducción social. Sin embargo, el consumo ha tenido, paradójicamente, un lugar relativamente periférico (por pasivo y sobredeterminado) en la discusión política contemporánea. Por ello, en todo proyecto de análisis e intervención social es necesario sacar al consumo de cualquier a priori reduccionista y apostar por una visión teórica que se proyecte sobre el campo concreto -y complejo- de las prácticas adquisitivas reales, conectadas, a su vez, con la posición social de los diferentes colectivos en el proceso de trabajo y con sus luchas por definir tanto la distribución material como el reconocimiento cultural en sus contextos institucionales de referencia.

El consumo es un hecho social total -en la clásica acepción del concepto del sociólogo y antropólogo francés Marcel Mauss-, pues es una realidad objetiva y material, pero es, a la vez, e indisolublemente, una producción simbólica, depende de los sentidos y valores que los grupos sociales le dan a los objetos y las actividades de consumo.

El consumo como práctica social

El consumo es, así, una actividad social cuantitativa y cualitativamente central en nuestro actual contexto histórico. No sólo porque a él se dedican gran parte de nuestros recursos económicos, temporales y emocionales, sino también porque en él se crean y estructuran gran parte de nuestras identidades y formas de expresión relacionales; el consumo es un campo de luchas por la significación de los sujetos sociales que arranca del dominio de la producción, pero que no la reproduce mecánicamente sino que con una cierta autonomía, produce y reproduce poder, dominación y distinción. Dado, además, el grado de madurez y complejidad que ha alcanzado hoy en día la llamada sociedad de consumo, resultan un tanto inútiles, por insuficientes, las posiciones más o menos tradicionales y ya casi testimoniales del consumo como alienación, manipulación cierre o control del universo social, típica de la teoría crítica de raíz moral, o su reverso simétrico, el consumo como soberanía, libertad total y riqueza, característica de la presentación liberal del individualista homo oeconomicus. En ambas se deja sin espacio al sujeto social y sus lógicas de confrontación, dominación, resistencia y cambio.

De esta manera, el consumo tiene una dimensión de política concreta, de lucha desigual por la distribución del excedente y el sentido realizada por grupos sociales históricos, no es sólo la agregación de preferencias de un agente abstracto libre e individual como se pretende en la teoría de la elección racional, ni tampoco es sólo el síntoma de la alienación total, material y simbólica que impone un capitalismo todopoderoso a un hombre unidimensionalizado, sin atributos ni poderes, típico del mundo interpretativo del marxismo culturalista occidental de postguerra. Más bien hay que considerar al consumo como uso social, esto es, como forma concreta, desigual y conflictiva de apropiación material y utilización del sentido de los objetos y los signos que se producen en un campo social por parte de grupos sociales con capitales (económicos, simbólicos, sociales, culturales) distintos y desde posiciones sociales determinadas por el proceso de trabajo.

Manejando el concepto de uso social (por cierto con no poca tradición en las ciencias sociales modernas) nos planteamos observar el consumo en una doble cara, como reproducción de la estructura social, pero también como estrategia de acción. Las formas de consumo son concretas para cada colectivo -son usos sociales- en un marco espacial y período temporal determinado y nos remiten tanto a los sistemas económicos de acumulación como a las prácticas reales de sujetos que en sus estrategias tratan de reproducir, aumentar o explotar los capitales de todo tipo asociados a cada posición social y sus antagónicas. El consumo se conforma, como nos ha recordado reiteradamente el sociólogo francés Pierre Bourdieu, en habitus, es decir, es una posición social hecha práctica -y reflexivamente una práctica hecha posición social- y nos remite al proceso de estructuración en que los actores expresan su posición en el sistema social, puesto que las propiedades estructurales del sistema de consumo son a la vez condiciones y resultados de las prácticas conflictivas realizadas por los actores buscando aumentar su dominio (o su resistencia) en el campo de la reproducción social.

El consumo como práctica social concreta sintetiza un conjunto múltiple de fuerzas: la distribución de rentas originadas en el proceso de trabajo, la construcción de las necesidades reconocidas por parte de los consumidores, la búsqueda de beneficio mercantil, los discursos y el aparato publicitario, la conciencia de los grupos sociales reales, las instituciones formales e informales, la emulación e imitación social, los movimientos colectivos, etc. Pero, todo ello indica que es necesario enmarcar el modo de consumo en el modo de regulación jurídico y económico (como conjunto estabilizado de esquemas normativos y de convenciones sociales) que reproduce socialmente las condiciones para la producción de mercancías y la acumulación de capital.

El consumo como política y las políticas de consumo

Todos estos procesos nos permiten apreciar que debemos plantear una auténtica política del consumo, pues estamos ante una práctica que es imposible que sea relegada a un segundo término o considerada un simple efecto residual o secundario de otras dinámicas sociales, económicas o políticas consideradas más importantes. En este sentido, el consumo se ha convertido en una fuente de bienestar (público y privado), pero, de la misma manera, en un parte importante de la producción de riesgos también individuales y colectivos: la materialización y ampliación de las desigualdades sociales, las recientes y preocupantes catástrofes y envenenamientos alimentarios, los efectos no seguros de los procesos de artificialización, los impactos ecológicos sobre nuestro entorno, el simple fraude comercial o las malas prácticas de mercado son un primer umbral que marca la necesidad de control, seguimiento y vigilancia social y política de los procesos de consumo, más allá de la estricta compraventa. Pero, además, el consumo actual es un elemento primordial en la construcción de las identidades sociales y los estilos de vida. Una sociedad que no reflexiona sobre sus formas de consumo está abocada a perder el control de lo que de positivo y negativo hay en él para la construcción o destrucción de redes y vínculos equitativos de socialidad en (y entre) los grupos sociales.

Una sociedad sin consumo es imposible, pero una sociedad centrada sólo en el consumo mercantil corre el peligro de convertirse en simulacro, de degradar y desgastar sus formas de solidaridad hasta convertirse en un simple agregado de egoísmos excluyentes. Es por esto que la reflexión política, la participación de los actores sociales y la educación -formal e informal- para el consumo, se convierten en un aspecto ineludible para una sociedad que ha hecho de esta actividad su santo y seña vital, y debe conjurar con esta política del consumo, los riesgos (morales, sociales, económicos y hasta medioambientales y para la salud) de que la sociedad esté al servicio del consumo como en el paradigma del mercado total y no el consumo al servicio de la sociedad, como debe ser en el ideal de cualquier comunidad democrática. El consumo puede ser una forma racional de desarrollo de las capacidades humanas generales y no un simple elemento de utilización de estas capacidades a favor de la rentabilidad privada.

Consumismo y consumerismo

Después de los argumentos de la sociología crítica de los años cincuenta y sesenta contra el consumismo impulsado por el neocapitalismo triunfante de mediados del siglo XX -considerando este consumismo como la programación de deseos y necesidades por un mercado oligopolista que arrojaba a un consumidor alienado a la compra dispendiosa y el derroche organizado-, en los años setenta comenzó a aparecer una abundante literatura teórica sobre el consumerismo, sus prácticas y sus movilizaciones. El consumerismo, como concepto, hace referencia a los comportamientos individuales y colectivos que tratan de limitar el poder de la oferta en el mercado, racionalizando el comportamiento de los agentes en la compraventa, así como regulando y salvaguardando los derechos económicos, cívicos y sanitarios de los consumidores.

El consumerismo, por tanto, se conecta con un conjunto de valores que tienden a movilizar recursos y formar fenómenos de acción colectiva que sin negar la racionalidad básica del mercado tratan de evitar, en un primer alcance, el fraude en la relación de compraventa, y, en un segundo nivel, toda práctica de consumo que suponga un riesgo de cualquier tipo para el comprador en particular y para la sociedad en su conjunto; impidiendo con ello el abuso de la posición de dominio en el mercado que puede tener un determinado productor o distribuidor. El consumerismo ha dado lugar a un importante movimiento de defensa de los consumidores que con más o menos radicalismo, y con grados de institucionalización muy diferentes según países, se ha convertido en un actor presente y en algunos momentos influyente en el espacio sociopolítico occidental, abriendo espacios de participación grupal o colectiva, pero también abriendo importantes canales de relación entre los sujetos individuales y las administraciones públicas, por medio de un buen número de procesos de protesta, reclamación y demanda privada de indudable repercusión jurídica y en ciertas ocasiones, incluso, de modificación de la opinión pública.

En los últimos años se ha puesto en contacto el tema del consumerismo con la idea de la formación de un “nuevo consumidor” o un “consumidor postmoderno”. El consumerismo sería, así, el espíritu de un nuevo capitalismo cognitivo, una actitud naturalizada y desapasionada con respecto a la dinámica del mercado de un actor social que convierte en práctica de consumo todas sus actividades de la vida cotidiana, pero que no por ello renuncia a la demanda activa de mayores seguridades y prestaciones en las mercancías y a una mejor relación calidad-precio en sus actos de compra. Lo que indicaría que después del consumidor voraz del capitalismo industrial, los procesos de mayor complejización, reflexividad y conocimiento de la actual sociedad postmoderna habrían producido un consumidor que ha llegado a ajustar su comportamiento no a la racionalidad abstracta del ideal del mercado, ni tampoco a su crítica o rechazo ético, sino a una lógica situacional de adaptación entre cínica y realista a la lógica del mercado, no por ello exenta de posibilidades expresivas, así como de momentos de protesta, participación, aprendizaje y limitación del poder de la producción.

Por lo tanto nuestra sociedad de consumo ha cambiado y madurado, este llamado por la literatura especializada nuevo consumidor -un consumidor responsable, interesado en la seguridad, la simplicidad, los efectos sobre la salud, la buena relación calidad-precio, la información y el aprendizaje de los códigos ya muy complejos de los mercados de productos- parece que con su pragmatismo y conocimiento tiende hoy a desplazar a cualquier figura estereotipada de un consumidor absolutamente dominado o absolutamente libre. Pero este nuevo consumidor es imposible de manera individual y aislada, sólo pensado y construido desde el ámbito de lo político (en el sentido de la construcción de nuestras alternativas de vida en común) puede tener una realidad consistente. Así, sólo la participación, la educación, la movilización social y el conocimiento de nuestro ámbito real de elección en el mercado pueden racionalizar la esfera del consumo, esfera que dejada a la dinámica mercantil privada pura, tiende al caos y al autobloqueo. El mundo de la vida cotidiana es el ámbito moderno del consumo, pero también el marco de creación de nuevos movimientos sociales, de formas de convivencia, de métodos de conocimiento y autoconocimiento. El proceso de consumo está incrustado en todos los mecanismos de funcionamiento del mundo de la vida, y no sólo en el mercado, tampoco puede ser el agujero negro que absorba todas las riquezas y las energías sociales. Bienestar, educación, salud y consumo no son elementos aislados y externos que coinciden sólo en la mente de los teóricos, son facetas de la ciudadanía misma en todas sus dimensiones y, por ello, deben ser uno de los centros de la planificación, y la participación, en la toma de decisiones de las políticas públicas a partir de demandas y necesidades sociales institucionalmente atendidas.

Luis Enrique Alonso es profesor de sociología en la Universidad Autónoma de Madrid. Este artículo ha sido publicado en el nº 29 de la revista Pueblos, diciembre de 2007.

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