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Del carrito a la urna

La crisis financiera, que ya es Crisis con mayúsculas, está poniendo en duda un modelo de crecimiento-desarrollo del que a estas alturas hasta los neoliberales más convencidos parecen comenzar a apostatar. No hay duda de que la crisis agudiza el ingenio. Si no, detengámonos en algunas de las innovaciones recientes de la clase empresarial de […]

20 julio 2009

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La crisis financiera, que ya es Crisis con mayúsculas, está poniendo en duda un modelo de crecimiento-desarrollo del que a estas alturas hasta los neoliberales más convencidos parecen comenzar a apostatar. No hay duda de que la crisis agudiza el ingenio. Si no, detengámonos en algunas de las innovaciones recientes de la clase empresarial de la gran distribución.

Parece ser que la gran distribución se está revolucionando. Aun siendo uno de los pocos sectores a escala global cuyo valor de mercado está saliendo indemne de la actual crisis, las grandes superficies pretenden evitar a toda costa que el descenso del consumo afecte a sus cuentas de resultados. Para ello, proclaman a los cuatro vientos sustanciosas oportunidades, como si se tratara de un bálsamo caritativo hacia la castigada clase consumidora. Sus anuncios expresan, cada vez más habitualmente, enunciados de justicia y de solidaridad: que ninguna crisis vulnere el derecho inalienable al ejercicio de un consumo desenfrenado en sus establecimientos comerciales.

En este sentido, Mercadona, uno de los grandes grupos españoles de la distribución, ha decidido encarar la crisis «ayudando» a sus clientes y clientas para que puedan seguir comprando al mismo ritmo, y prevé una reducción media de los precios de sus productos del 17 por ciento para 2009. Su presidente, Juan Roig, ha ideado y puesto en marcha una política autodenominada de «anti-despilfarro», a través de la cual se eliminan productos similares entre sí, algunos intermediarios, aparentes embalajes que encarecen los precios de venta al público (PVP) y hasta ciertos productos venidos de tierras lejanas para reducir los costes de transporte.

Esta nueva política pareciera chocar frontalmente con las formas de hacer históricas de la gran distribución. Hasta hace unas pocas semanas, la «ideología» del super se llevaba a la práctica sustentada en una enorme variedad de oferta de marcas y de productos, una diversidad más aparente que real, teniendo en cuenta la concentración de muchas de estas marcas en unos pocos grupos empresariales. Pero el presidente Roig ha sorprendido al mundo de la distribución afirmando que, en realidad, durante los años de «prosperidad» se ha llegado a «rizar el rizo ofreciendo hasta 72 formatos de leche, 112 referencias de zumo y un centenar de variedades de café». [1] Cosa que, sólo desde ahora, comenzará a parecer absurda.

El éxito parece estar acompañando a esta nueva política comercial. A estas alturas, la empresa valenciana ya ha conseguido reducir un 10 por ciento el precio medio de sus productos y ganar unos 60.000 nuevos clientes a diario. [2] Los precios más bajos están atrayendo a una mayor cantidad de personas consumidoras. Pero, ¿a costa de qué?

Nace el homo commoditatis

En realidad, esta «austeridad» y racionalización estratégica del supermercado supone, ante todo, ajustar aún más las tuercas a los productores, ganaderos y agricultores que dependen de estos grandes distribuidores. Presionados para rebajar todavía más los precios en origen y sin contar con poder alguno de negociación, en un panorama de crisis que lastra las salidas a su producción, ¿qué margen de maniobra tienen estos productores? La concentración de los canales de distribución implica crear un implacable «cuello de botella» entre la producción y el consumo. Lo barato, ya se sabe, sale caro. Pero impreso en la filosofía de la distribución moderna, le sale caro al productor, no a la clientela y, menos aún, a Mercadona.

El homo economicus de antaño, aquel que compraba atendiendo a las propias necesidades y a la relación calidad-precio de los productos, fue dando paso al nacimiento del denominado homo consumens, que dejaba de lado sus necesidades, priorizaba sus maleables y potenciados deseos y hacía del hecho de comprar un fin en sí mismo. Sin embargo, esta nueva estrategia anti-crisis de la gran distribución parece apuntar a un nuevo modelo de consumidor: el homo commoditatis, también conocido como homo gangas. Lo que, traducido al lenguaje publicitario, podría expresarse como que aquel «yo no soy tonto» del MediaMarkt pretende convertirse en el mantra del consumo para clases medias.

Al igual que en el caso del homo consumens, la conciencia y la reflexión del homo gangas han sido desalojadas de sus decisiones de compra. Por lo que no puede tener en casi ningún caso la suficiente perspectiva crítica como para considerar en su comportamiento de compra otros factores más allá del goce privado e individual. Nos referimos a cuestiones que seguramente tengan también alguna importancia, como los daños que puedan generarse a largo plazo en su propia salud o en la de su entorno más cercano, menos aún en los impactos que generan sus decisiones de consumo en la base productiva o en los recursos naturales. Por eso, aunque las gangas anti-crisis esconden injusticias en la base de la pirámide productiva, la más fácilmente exprimible por la gran distribución, el que se cree el «listo» del MediaMarkt en realidad seguirá haciendo el «tonto» cada vez que entre en una gran superficie.

Por otra parte, el discurso publicitario del sector de la gran distribución se acerca con la crisis a la idea de la solidaridad y la cooperación con su clientela. «Todo sea por usted, el consumidor», dicen en enormes vallas, con ofertas de «3×2», «precios familiares», «ofertas para llegar a fin de mes» y, ahora también, ha llegado la «cesta anti-crisis». Defienden su papel «social» de extender las bondades y beneficios del consumo de masas a todo el mundo, como si de una misión humanitaria se tratara. Así que tampoco es de extrañar que algunas marcas de otras actividades económicas ya se atrevan a hablarle a su audiencia como a un electorado: «Vota mini», dice un anuncio del coche más snob del grupo Wolkswagen, que postula su candidatura a la insensatez 2009.

Ante la crítica caída del consumo, cada vez más mensajes comerciales y eslóganes hacen hincapié en el consumismo como un motor para la transformación política y social, y en el proveedor como un gobierno que promete devolver la justicia al pueblo consumista. En este escenario comunicativo, las multinacionales globalizadas de la distribución se muestran como garantes de la extensión del derecho universal a un consumo barato para todas las clases medias, mientras, por otro lado, las grandes de la automoción piden el voto para sus prestigiosas marcas.

El bipartidismo mercantil

Aunque el ejercicio de la democracia del supermercado lo conocemos bien: introducirse en un laberinto de lineales y deseos, avanzar varios pasillos de estantes llenos de productos superfluos, de comida preparada e insípida en los que perder la mirada y descubrir nuevas «necesidades» propias en cada momento. Y, al final del todo, al lado de cientos de latas del producto más importante del mundo, un refresco de agua carbonatada y saborizada llamado «coca-cola», está la barra de pan. El pan por el que no hace falta votar, porque aunque no tiene marca nos lo comemos todos los días.

Al igual que en el Parlamento, también esta democracia representativa de los estantes consumados está regida por un bipartidismo candoroso y por propuestas alternativas (en realidad, alternativas a las propuestas de la oposición). El super, como suele ocurrir, tiene a su contrincante dentro de casa: las grandes marcas de la alimentación, que perciben la amenaza de perder parte de su fuerza política en estas urnas. A la austeridad estratégica, Mercadona también ha añadido la política de potenciación de la «marca blanca», esa que compite justamente con los intermediarios más grandes, las marcas de la industria de la alimentación. En este afán por eliminar competencia con la que repartir el pastel del consumo de masas, Roig ha sacado de sus mil doscientos supermercados casi cuatrocientas primeras marcas de alimentación, argumentando que no ofrecen nada que no tuvieran ya otros productos similares con marca del propio establecimiento, que llegan a ser hasta un 40 por ciento más baratos. Estas «marcas blancas», aunque en muchos casos son producidas por las mismas empresas de alimentación «adversarias», son menos rentables para éstas.

Así, por ejemplo, Calvo ha visto desaparecer de estos lineales sus latas de atún o de mejillones, al igual que docenas de otras importantes compañías transnacionales. Muchas marcas han sido las «perjudicadas», aunque en casi todos los casos controladas por pocos y poderosos proveedores: Unilever, Nestlé, Sara Lee, entre otros.

Una de sus destacadas voces, Antonio Hernández Callejas, presidente del grupo alimentario español Ebro Puleva, decía hace unos meses que los alimentos de «marca blanca» son más baratos a costa, precisamente, de la democracia de mercado. En concreto, «en los llamados supermercados de descuento duro o bajo coste se pierde el placer de ir a comprar alimentos. Son unas tiendas tristes que parecen salidas del periodo estalinista, en las que el consumidor apenas puede elegir». Este ejecutivo, inventor de los vasitos de arroz en porciones individuales listas para consumir con sólo ponerlos un minuto en el microondas («creo que ha sido una de las grandes innovaciones en el sector en los últimos años» [3], declaraba con orgullo), simboliza la otra opción política de este bipartidismo mercantil.

La democracia, postulan algunos de los representantes de la industria de la alimentación, no consiste en la posibilidad de elegir el establecimiento, sino de elegir la marca del producto. Es decir, decidirse por comprar «libremente» a sus empresas. No en vano es ésta una de las industrias que más esfuerzos e inversión ha dedicado a consolidar el valor intangible de las enseñas y construir el costado emocional de las compras.

También en la urna-mercado la construcción estratégica de un buen perfil político atrae las simpatías de los y las votantes. Aunque en la realpolotik, tanto la «izquierda» de la «marca blanca» como la «derecha» del valor añadido de la marca apuntan a un mismo «centro» de poder: el poder económico que promueve la destrucción del pequeño productor y del pequeño comercio, la reducción de la capacidad efectiva de decisión y la calidad alimentaria de la clase consumidora y la devastación del medioambiente.

Cuando los recursos se hacen más escasos en el Norte económico, quienes parecieron estar toda la vida de acuerdo sacan los dientes a relucir para acceder a la mayor parte posible del pastel. El sector de la gran distribución nos aporta un claro ejemplo de esta novedosa batalla en la arena de los estantes, teñida con un lenguaje democrático, aunque detrás esconda las mismas dinámicas y designios mercantiles de siempre.

Y, más allá de cuál de estas opciones triunfe y alterne en el poder rentado en este caso, los resultados serán los mismos: mismos ganadores y mismos perdedores. ¡Compren damas y caballeros! Ejerzan su derecho al voto en el mercado democrático.

ConsumeHastaMorir

Este artículo ha sido publicado originalmente en el nº 37 de la Revista Pueblos, junio de 2009.

[1] Citado en «Mercadona vuelve a la austeridad y baja sus precios», E. C., Dossier Empresarial numº 51, 19 marzo de 2009.

[2] Ibídem.

[3] Entrevista a Antonio Hernández Callejas, por Carmen Llorente, El Mundo, 9 de noviembre de 2008.

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